En esto, una mujer enferma de flujo de sangre desde hacía doce años se le acercó por detrás y tocó el borde de su manto,
porque se decía a sí misma: «Con solo tocar su manto, seré salva.»
Pero Jesús, volviéndose y mirándola, dijo:
—Ten ánimo, hija; tu fe te ha salvado.
Y la mujer fue salva desde aquella hora.
Cuando salió Jesús, lo siguieron dos ciegos, diciéndole a gritos:
—¡Ten misericordia de nosotros, Hijo de David!
Al llegar a la casa, se le acercaron los ciegos y Jesús les preguntó:
—¿Creéis que puedo hacer esto?
Ellos dijeron:
—Sí, Señor.
Entonces les tocó los ojos, diciendo:
—Conforme a vuestra fe os sea hecho.
Y los ojos de ellos fueron abiertos. Jesús les encargó rigurosamente, diciendo:
—Mirad que nadie lo sepa.
Entonces se acercaron a Jesús ciertos escribas y fariseos de Jerusalén, diciendo:
—¿Por qué tus discípulos quebrantan la tradición de los ancianos?, pues no se lavan las manos cuando comen pan.
Respondiendo él, les dijo:
—¿Por qué también vosotros quebrantáis el mandamiento de Dios por vuestra tradición?
Dios mandó diciendo: “Honra a tu padre y a tu madre”, y “El que maldiga al padre o a la madre, sea condenado a muerte”,
pero vosotros decís: “Cualquiera que diga a su padre o a su madre: ‘Es mi ofrenda a Dios todo aquello con que pudiera ayudarte’,
ya no ha de honrar a su padre o a su madre.” Así habéis invalidado el mandamiento de Dios por vuestra tradición.
Hipócritas, bien profetizó de vosotros Isaías, cuando dijo:
»“Este pueblo de labios me honra,
mas su corazón está lejos de mí,
pues en vano me honran,
enseñando como doctrinas mandamientos de hombres.”
Y llamando a sí a la multitud, les dijo:
—Oíd, y entended:
No lo que entra por la boca contamina al hombre; pero lo que sale de la boca, esto contamina al hombre.
Entonces, acercándose sus discípulos, le dijeron:
—¿Sabes que los fariseos se ofendieron cuando oyeron esta palabra?
Pero respondiendo él, dijo:
—Toda planta que no plantó mi Padre celestial será desarraigada.
Dejadlos; son ciegos guías de ciegos; y si el ciego guía al ciego, ambos caerán en el hoyo.
Respondiendo Pedro, le dijo:
—Explícanos esta parábola.
Jesús dijo:
—¿También vosotros estáis faltos de entendimiento?
¿No entendéis que todo lo que entra en la boca va al vientre, y es echado en la letrina?
Pero lo que sale de la boca, del corazón sale; y esto contamina al hombre,
porque del corazón salen los malos pensamientos, los homicidios, los adulterios, las fornicaciones, los hurtos, los falsos testimonios, las blasfemias.
Estas cosas son las que contaminan al hombre; pero el comer con las manos sin lavar no contamina al hombre.
Saliendo Jesús de allí, se fue a la región de Tiro y de Sidón.
Entonces una mujer cananea que había salido de aquella región comenzó a gritar y a decirle:
—¡Señor, Hijo de David, ten misericordia de mí! Mi hija es gravemente atormentada por un demonio.
Pero Jesús no le respondió palabra. Entonces, acercándose sus discípulos, le rogaron diciendo:
—Despídela, pues viene gritando detrás de nosotros.
Él, respondiendo, dijo:
—No soy enviado sino a las ovejas perdidas de la casa de Israel.
Entonces ella vino y se postró ante él, diciendo:
—¡Señor, socórreme!
Respondiendo él, dijo:
—No está bien tomar el pan de los hijos y echarlo a los perros.
Ella dijo:
—Sí, Señor; pero aun los perros comen de las migajas que caen de la mesa de sus amos.
Entonces, respondiendo Jesús, dijo:
—¡Mujer, grande es tu fe! Hágase contigo como quieres.
Y su hija fue sanada desde aquella hora.
Pasó Jesús de allí y fue junto al Mar de Galilea; subió al monte y se sentó allí.
Se le acercó mucha gente que traía consigo cojos, ciegos, mudos, mancos y otros muchos enfermos. Los pusieron a los pies de Jesús, y los sanó;
de manera que la multitud se maravillaba al ver que los mudos hablaban, los mancos quedaban sanos, los cojos andaban y los ciegos veían. Y glorificaban al Dios de Israel.
Jesús, llamando a sus discípulos, dijo:
—Tengo compasión de la gente, porque ya hace tres días que están conmigo y no tienen qué comer; y no quiero despedirlos en ayunas, no sea que se desmayen en el camino.
Entonces sus discípulos le dijeron:
—¿De dónde sacaremos nosotros tantos panes en el desierto para saciar a una multitud tan grande?
Jesús les preguntó:
—¿Cuántos panes tenéis?
Y ellos dijeron:
—Siete y unos pocos peces.
Entonces mandó a la multitud que se recostara en tierra.
Tomó los siete panes y los peces, dio gracias, los partió y dio a sus discípulos, y los discípulos a la multitud.
Comieron todos y se saciaron; y de los pedazos que sobraron recogieron siete canastas llenas.
Los que comieron eran como cuatro mil hombres, sin contar las mujeres y los niños.
Entonces, después de despedir a la gente, entró en la barca y fue a la región de Magdala.
Pasado el sábado, al amanecer del primer día de la semana, fueron María Magdalena y la otra María a ver el sepulcro.
De pronto hubo un gran terremoto, porque un ángel del Señor descendió del cielo y, acercándose, removió la piedra y se sentó sobre ella.
Su aspecto era como un relámpago, y su vestido blanco como la nieve.
De miedo de él, los guardas temblaron y se quedaron como muertos.
Pero el ángel dijo a las mujeres: «No temáis vosotras, porque yo sé que buscáis a Jesús, el que fue crucificado.
No está aquí, pues ha resucitado, como dijo. Venid, ved el lugar donde fue puesto el Señor.
E id pronto y decid a sus discípulos que ha resucitado de los muertos y va delante de vosotros a Galilea; allí lo veréis. Ya os lo he dicho.»
Entonces ellas, saliendo del sepulcro con temor y gran gozo, fueron corriendo a dar las nuevas a sus discípulos. Y mientras iban a dar las nuevas a los discípulos,
Jesús les salió al encuentro, diciendo:
—¡Salve!
Y ellas, acercándose, abrazaron sus pies y lo adoraron.
Entonces Jesús les dijo:
—No temáis; id, dad las nuevas a mis hermanos, para que vayan a Galilea, y allí me verán.
Mientras ellas iban, unos de la guardia fueron a la ciudad y dieron aviso a los principales sacerdotes de todas las cosas que habían acontecido.
Estos se reunieron con los ancianos y, después de ponerse de acuerdo, dieron mucho dinero a los soldados,
diciéndoles: «Decid vosotros: “Sus discípulos llegaron de noche y lo hurtaron mientras nosotros estábamos dormidos.”
Y si esto lo oye el gobernador, nosotros lo persuadiremos y os pondremos a salvo.»
Ellos tomaron el dinero e hicieron como se les había instruido. Este dicho se ha divulgado entre los judíos hasta el día de hoy.
Pero los once discípulos se fueron a Galilea, al monte donde Jesús les había ordenado.
Cuando lo vieron, lo adoraron, aunque algunos dudaban.
Jesús se acercó y les habló diciendo: «Toda potestad me es dada en el cielo y en la tierra.
Por tanto, id y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo,
y enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado. Y yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo.»
Amén.
Jesús le dijo:
—Si puedes creer, al que cree todo le es posible.
Por la mañana, al pasar junto a la higuera, vieron que se había secado desde las raíces.
Entonces Pedro, acordándose, le dijo:
—Maestro, mira, la higuera que maldijiste se ha secado.
Respondiendo Jesús, les dijo:
—Tened fe en Dios.
De cierto os digo que cualquiera que diga a este monte: “Quítate y arrójate en el mar”, y no duda en su corazón, sino que cree que será hecho lo que dice, lo que diga le será hecho.
Por tanto, os digo que todo lo que pidáis orando, creed que lo recibiréis, y os vendrá.
Yendo Jesús a Jerusalén, pasaba entre Samaria y Galilea.
Al entrar en una aldea, le salieron al encuentro diez hombres leprosos, los cuales se pararon de lejos
y alzaron la voz, diciendo:
—¡Jesús, Maestro, ten misericordia de nosotros!
Cuando él los vio, les dijo:
—Id, mostraos a los sacerdotes.
Y aconteció que, mientras iban, quedaron limpios.
Entonces uno de ellos, viendo que había sido sanado, volvió glorificando a Dios a gran voz,
y se postró rostro en tierra a sus pies dándole gracias. Este era samaritano.
Jesús le preguntó:
—¿No son diez los que han quedado limpios? Y los nueve, ¿dónde están?
¿No hubo quien volviera y diera gloria a Dios sino este extranjero?
Y le dijo:
—Levántate, vete; tu fe te ha salvado.
Aconteció que, acercándose Jesús a Jericó, un ciego estaba sentado junto al camino mendigando,
y al oír a la multitud que pasaba, preguntó qué era aquello.
Le dijeron que pasaba Jesús nazareno.
Entonces gritó, diciendo:
—¡Jesús, Hijo de David, ten misericordia de mí!
Los que iban delante lo reprendían para que callara; pero él gritaba aún más fuerte:
—¡Hijo de David, ten misericordia de mí!
Jesús entonces, deteniéndose, mandó traerlo a su presencia. Cuando llegó, le preguntó,
diciendo:
—¿Qué quieres que te haga?
Y él dijo:
—Señor, que reciba la vista.
—Recíbela, tu fe te ha salvado.
Al instante recobró la vista, y lo seguía glorificando a Dios; y todo el pueblo, cuando vio aquello, dio alabanza a Dios.
Cierto hombre de Listra estaba sentado, imposibilitado de los pies, cojo de nacimiento, que jamás había andado.
Este oyó hablar a Pablo, el cual, fijando en él sus ojos y viendo que tenía fe para ser sanado,
dijo a gran voz:
—¡Levántate derecho sobre tus pies!
Él saltó y anduvo.
Es, pues, la fe la certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve.
Por ella alcanzaron buen testimonio los antiguos.
Por la fe comprendemos que el universo fue hecho por la palabra de Dios, de modo que lo que se ve fue hecho de lo que no se veía.
Por la fe Abel ofreció a Dios más excelente sacrificio que Caín, por lo cual alcanzó testimonio de que era justo, dando Dios testimonio de sus ofrendas; y muerto, aún habla por ella.
Por la fe Enoc fue traspuesto para no ver muerte, y no fue hallado, porque lo traspuso Dios; y antes que fuera traspuesto, tuvo testimonio de haber agradado a Dios.
Pero sin fe es imposible agradar a Dios, porque es necesario que el que se acerca a Dios crea que él existe y que recompensa a los que lo buscan.
Y la oración de fe salvará al enfermo, y el Señor lo levantará; y si ha cometido pecados, le serán perdonados.